martes, 26 de mayo de 2009

Sus besos

El tabaco, el saludo y el festejo. Jamás podré compartir esa forma tan brusca de empezar una relación. Sólo dos pitadas y ya me estaba metiendo desde el resfrío crónico del patio al calor eterno de su alma y desde allí a la permanencia de sus labios que si no los atendía debidamente, se convertirían en una pesada carga para mi entusiasmo precoz y empático.
El aliento amargo del tabaco rubio me sedujo en más de una ocasión. Pero esta vez era triste. Era triste su aliento al igual que su mirada. Ella no producía demasiada excitación en mí, aunque su aliento me recordara mis días de fumador compulsivo, aunque sus suspiros me trajeran la envidia de cuando tenía más de un pulmón.
Allí estaban sus labios, arrojando sus brazos frente a mis labios, frente a todas mis preguntas y todas mis conclusiones. Como si nada importara luego de tanta locura. Con su aliento venían las tardes magentas que pasábamos en la hamaca y las noches insomnes que nos arrullaba el río de la esquina de casa. Venían los pájaros y sus vuelos urgentes en busca de materiales para sus hogares. Venían las nubes con sus formas etéreas y también venían las lluvias con sus días de barro. Todo venía con su aliento. Con su flatus vocis yo recordaba mi vida, pero también recibía la vida que ella me brindaba; con el calor de sus labios que ahora estaban cada vez más cerca de los míos, con la profundidad de sus ojos que ahora me buscaban desde una tristeza infinita para abordar desde su esperanza la cura melancólica de este amor.
Yo los intuía ardientes, como a sus senos que se apoyaban sobre mi pecho, los intuía insaciables, llenos de endemoniada lujuria, colmados de abstinencia y celibato. Los presentía rígidos y carnosos aunque no maleables. Los adivinaba rojos, como la carne y la sangre. Los deducía míos debido a la entrega incondicional de su cuerpo en mi cuerpo.
Nuestras ropas en el piso, nuestras bocas enfrentadas, bebiéndonos el amor y el odio que nos habíamos reservado. El calor. El invierno que no podía enfriar nuestros cuerpos, ni el aire a nuestro alrededor. El calor. El sofocante frío del patio que intentaba de todas formas entrar al cuarto para cobijarse entre nuestros cuerpos ardientes.
El calor, la asfixia y los jadeos. Un concierto de gemidos que explotaban desde bocas ardientes con contrapuntos y fugas de muebles crujientes. Una orquestación improvisada de ruidos guturales, sudores de identidad indefinida y dolores de gozo exhaustivo.
Sus labios nuevamente, pero ahora más fríos, ahora menos tristes. Sus ojos, aún tristes pero con la esperanza en la punta de las pupilas contraídas de tanta luz interior.
El tabaco, el adiós y la queja. Jamás podré compartir esa forma tan brusca de acabar una relación. Solo dos pitadas y ya me estaba echando desde el calor de su alma al resfrío crónico del patio y desde allí al permanente planteo: si no me concentro, jamás voy a abandonar esta pesada carga de la precocidad, del entusiasmo empático durante el coito y del abandono total ante la impotencia de tanta sexualidad despilfarrada en tan poco tiempo.

Sus besos - Autor: Tino